El estrés podría definirse como una cascada de eventos con una circunstancia desencadenante (insulto físico o psicológico), una reacción compensadora y, posteriormente, el establecimiento de una situación nueva de balance homeostático.
El estrés se considera como un fenómeno complejo, con diversos componentes entre el proceso que lo origina y la respuesta resultante.
Si bien los factores que desencadenan el estrés suelen ser funcionales -como la soledad o el cansancio-, biológicos -como el síndrome premenstrual o la depresión estacional- o autoinducidos -como el hecho de realizar una dieta o la deshabituación de algunos hábitos como la nicotina-, también pueden ser secundarios a factores endocrinos, inmunológicos, digestivos o metabólicos.
La respuesta al estrés, que puede ser emocional, biológica o física, es de hecho un mecanismo de adaptación fisiológica que, en ocasiones, puede tener consecuencias patológicas. Esta respuesta varía en cada individuo y está en función de factores genéticos y ambientales. En general afecta al sistema inmunitario, a la nutrición, al comportamiento alimentario y al sistema gastrointestinal.
Recientemente se ha demostrado que la obesidad puede responder a la activación por el estrés del eje HPA, con cambios concomitantes en la función inmune, tales como elevación del número de leucocitos y ciertos tipos de linfocitos, supresión de la función linfocitaria y aumento de la actividad de monocitos y granulocitos. Además, tanto la leptina (hormona reguladora del apetito) como el cortisol parecen actuar como potentes estimulantes del sistema inmune. La leptina tiene una compleja relación con el eje HPA, con posible actividad estimuladora a ciertos niveles, aunque también puede ejercer como antagonista del cortisol. El cortisol, por su parte, inhibiría la acción de algunas citoquinas activadoras del eje HPA; concretamente, la IL-1, que puede impedir la producción de insulina, la IL-6, que promueve la lipólisis e incrementa los niveles plasmáticos de glucosa, y el TNF-α, que causa resistencia a la insulina. Por la acción de las tres citoquinas anteriormente mencionadas se produce fiebre y cansancio y se estimula la liberación de leptina, que constituye una de las principales razones por las que se pierde el apetito durante los procesos infecciosos.
El comportamiento alimentario puede ser desde un mecanismo de modulación de las consecuencias del estrés, como sería el caso de la avidez por comer hidratos de carbono, hasta el origen o modulación del estrés, como es el hecho de iniciar una dieta restrictiva.
El estrés y la nutrición tienen un efecto sinérgico sobre el sistema inmune. Su impacto depende de varios factores, como el estado de nutrición del individuo, la naturaleza y duración del estrés, y la dieta que recibe el sujeto durante el periodo de recuperación.
Asimismo, muchos déficits de nutrientes (hierro, zinc, selenio, vitaminas A, E, C, o la desnutrición calórico- proteica) comprometen la función inmune y, consecuentemente, la capacidad de defensa del individuo frente a insultos exógenos.
Por acción del estrés, el sistema inmune contribuye a producir una serie de cambios metabólicos para combatirlo.
El tracto gastrointestinal no sólo participa enormemente de la función inmunitaria (celular y humoral) sino que además contiene gran cantidad de tejido nervioso. Si se altera el balance normal de la microbiota intestinal, pueden aparecer efectos fisiológicos y patológicos locales que tendrán repercusiones generales. En situaciones como el estrés, también se observan cambios que afectan al perfil de la microbiota bacteriana intestinal incrementando el número de microorganismos vegetativos y esporas de Clostridium perfringens.
El estrés puede comportar alteraciones tanto del carácter, la conducta y el hábito alimentario del individuo como de su balance energético y peso corporal.
Se dispone de suficiente información clínica que sugiere la interrelación entre las situaciones de estrés y alteraciones en los hábitos alimentarios. Por un lado, se sabe que el estrés induce hipofagia, lo que se explica desde un nivel biológico (liberación de hormona liberadora de corticotropina), desde un nivel de comportamiento (predominio de acciones defensivas sobre el hecho de comer) y desde un nivel afectivo. Pero, asimismo, el estrés en determinadas situaciones (dejar de fumar, síndrome premenstrual, depresión estacional, etc.) comporta incremento en la ingesta de comida como resultado de la interacción entre neurotransmisores dopaminérgicos y opiáceos, más concretamente del placer derivado de la comida. Así, cuando la acción de comer y el humor están imbricados, se tiende a consumir dietas ricas en hidratos de carbono y en grasas más que comidas menos palatables.
Las relaciones entre estrés e ingesta incrementada de comida han sido ampliamente estudiadas por el posible papel de los factores emocionales en la obesidad y en los trastornos de la alimentación. El aumento del consumo de comida como consecuencia del estrés se explicaría por el efecto de este sobre diversos neurotransmisores (el sistema triptófano-serotonina, las catecolaminas y otras monoaminas hipotalámicas, los opioides endógenos y el sistema cannabinoide) que a nivel cerebral participarían en la regulación central de la ingesta de comida. En situaciones de estrés no sólo se ve afectada la cantidad de comida ingerida, sino también la selección de la misma. Se ha documentado, por un lado, cómo estudiantes sometidos a estrés consumían una cantidad mayor de dulces y chocolate y menor de carne blanca y pescado, y, por otro, que individuos sometidos al estrés de tener que hablar en público seleccionaban preferentemente, en comparación con un grupo control, comidas ricas en grasa y en chocolate.
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Nutrióloga Karla Vanessa García CED. 10547829.