Parte 1
¿Alguna vez has escuchado, al hablar de la relación de pareja (especialmente del matrimonio), que “los que están adentro quieren salir, mientras los que están afuera quieren entrar”? Es bien sabido que el matrimonio representa un compromiso nada fácil de llevar, ya que cada uno de los cónyuges tiene sus propios valores, creencias, religión y costumbres, y posee su propia idea acerca de quien realmente es. También tiene su propia imagen respecto a quién es su pareja, y precisamente por esta idea se puede, en un momento dado, poner en peligro la supervivencia de la relación. No obstante, ellos pueden ser totalmente inconscientes de las diferencias entre los dos, aunque éstas resulten obvias para otras personas.
LOS MECANISMOS DE DEFENSA
El marido y su esposa cuentan con patrones inconscientes de comportamiento que resultan de experiencias adquiridas durante la niñez. En la intimidad de la pareja, estos patrones pueden conducir a toda clase de comportamientos negativos y conflictos consecuentes, los cuales emergen cuando los cónyuges se dan cuenta de ciertas contradicciones, es decir, de diferencias entre: lo que uno hace, lo que uno cree que hace, y lo que el otro ve que uno hace.
La presión generada por la discrepancia entre estos 3 aspectos, es causada por los mecanismos de defensa que cada persona tiene. Estos son como formas de explicarnos a nosotros mismos que poseemos la “verdad absoluta”, lo que puede o no ser del todo verdadero, ya que todos contamos con mecanismos de defensa adquiridos durante la infancia. Cuando los niños se enfrentan a situaciones dolorosas y confusas, las solucionan a través de explicaciones muy particulares, aplicando fórmulas que, al ser repetitivas, les ayudan a conseguir lo que necesitan de momento. Todos hemos aprendido cómo hacer esto porque, simplemente, lo necesitábamos para sobrevivir.
De la misma manera, recogimos e hicimos propias, sin percatarnos de ello, las expectativas que otras personas tenían de nosotros y tratamos de cumplirlas rigurosamente, en lugar de ser quienes realmente somos. Así es como el conseguir lo que necesitábamos y satisfacer las expectativas de los demás, sin darnos cuenta, se convirtió en la guía principal de nuestro comportamiento.
Ya como adultos, repetimos estas fórmulas, estos mecanismos, una y otra vez, junto a las pautas que creamos desde tiempo atrás, y que han pasado a constituirse en nuestra “segunda piel”. Todavía más: se han afianzado como un escudo, como nuestra protección ante situaciones que nos harían sentir inseguros. Sin embargo, a veces ocurre, que estos esquemas de comportamiento nos protegen tan bien, que dan como resultado las “historias” que nos decimos a nosotros mismos, las cuales acaban por formar una barrera entre nosotros y los demás, y muchas veces, terminan también por envolvernos en una avalancha de problemas.
La falsedad de estas historias (supuestas verdades) sale a flote ante situaciones difíciles entre personas cuyos vínculos son estrechos, por ejemplo, el esposo celoso que no está dispuesto a admitir su condición podría argumentar: -“No puedo creer que vayas a salir así; ese vestido es demasiado corto. No es que esté celoso, es que siento que no te va bien: te ves muy gorda”.
Si alguien indicara que lo celos son la raíz de sus peros con el vestido, el marido haría hasta lo imposible por negarlo. Por eso, es siempre tan actual Ambrose Bierse cuando define a los celos como ‘el miedo que uno tiene de perder al otro, que si lo perdiera por lo que tiene miedo de perderlo, no valdría la pena haberlo conservado’.
Y qué hay del esposo tacaño: -“Te voy a llevar a donde tú quieras en tu cumpleaños, tú sólo escoge el lugar. Pero, ¿a ese restaurante tan caro?, ¿porqué siempre tienes que escoger el más caro?”
Hay otra clase de esposo que trata de sacar provecho de cualquier situación: -“Me da gusto que te agrade este horno de microondas, porque es tu regalo de cumpleaños, día de las madres, navidad y de nuestro aniversario”.
Es igualmente común para un hombre y para una mujer negar lo que sienten. Por ejemplo, la mujer que no quiere hacer un mandado para su esposo, nunca tratará de hacerlo: -“Es que soy tan olvidadiza”. La mujer que está harta de las miserables tentativas sexuales de su pareja, dirá: -“Hoy no. Me duele la cabeza”. Y la que se casó para no tener nunca que trabajar: -“Y yo que esperaba vivir como una reina; parece ser que me equivoqué”.
Al mismo tiempo, muchas de estas mujeres se quejan de dolores y males, de la incomprensión de sus esposos, y de los hartas que están de la vida; mientras tanto, sus maridos trabajan de más, están afuera bebiendo, jugando o gastando en otras mujeres el dinero de la casa. Pero ninguno de los 2 admitirá lo que realmente sucede si alguien se lo señalase. Esta gente típica se justificaría a sí misma con las “verdades absolutas” en las que siempre se apoya.
Los mecanismos de defensa pueden parecer extraños y a veces hasta cómicos, pero denotan un conflicto, y la gente irremediablemente invertirá enormes cantidades de energía en ellos para mantener siempre oculto, lo mas posible, el problema real. Como resultado, las parejas pueden desperdiciar tiempo y palabras peleando y evadiendo sin confrontar nunca las verdaderas razones que les molestan. Estas peleas pueden variar en intensidad, convirtiéndose desde una simple discusión, hasta en triste divorcio en el peor de los casos.
El amor, como todo en la vida, no es ajeno a dos extremos: la indiferencia que lo desvanece lentamente y la decepción que lo fulmina.
Lo irónico del caso es que no son los individuos los que pelean, sino sus temores “heredados”, los patrones que adoptaron en los primeros años de su vida.
He aquí otra paradoja: Lo que más odiamos es lo que más imitamos.
La mayoría de nosotros odiamos nuestros patrones de conducta, y lo curioso es que nos sentimos especialmente disgustados al observarlos en otros (quizá esto indique por qué algunas personas no nos “caen bien”). Pero nos encontramos atados a ellos todo el tiempo, en lugar de responder libremente en el presente. Si estos mismos patrones fueran reconocidos (identificar un problema es el primer paso para resolverlo), nos ofrecerían un punto de partida para el crecimiento personal, una gran oportunidad para superarnos. Podríamos reírnos de un niño cuando está aprendiendo a hablar o cuando se raspa las rodillas en el intento de caminar, pero sabemos que olvidará todo el dolor cuando lo haya conseguido. Así es también el proceso de aprendizaje mediante el cual nos convertiremos en personas plenamente realizadas. Es seguro que saldremos “raspados” y nos dolerá, pero al final, bien valdrá la pena.